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El encanto de la tragedia

La Sinfónica de Tenerife grabará a Beethoven en el Gran Telescopio Canarias

Una de las primeras obras musicales que me impresionó cuando tenía 15 años fue la ‘Tercera sinfonía’ de Beethoven, con su amplio y poderoso primer movimiento ‘Allegro assai’, repleto de intenso sentido romántico, y la profunda y emotiva ‘Marcha fúnebre’ que ocupa el segundo tiempo. Siempre ha sido mi sinfonía preferida de Beethoven, excepción hecha de la ‘Novena’, que en realidad pertenece a otro género, a medio camino entre la sinfonía y el oratorio. En eso, además, me alegro de coincidir con el propio compositor, de cuya preferencia por la ‘Tercera’ entre sus sinfonías, incluida la ‘Quinta’, hay testimonios escritos.

Tampoco creo ser un melómano peculiar si confieso que me gusta especialmente la muy célebre ‘Marcha fúnebre’ de Chopin, tercer movimiento de su ‘Sonata número 2 para piano’. O que celebro especialmente la posibilidad de asistir a interpretaciones del ‘Requiem’ de Mozart, del del Verdi o del ‘Deutsches Requiem’ de Brahms. Y en esta relación de obras no quisiera omitir las ‘Pasiones’ de Bach. Y sé que estoy hablando de títulos muy difíciles de poner en atriles en las penosas circunstancias sanitarias actuales, que es de esperar puedan ser superadas en un futuro próximo.

Todas estas composiciones tienen en común la relación directa y explícita con la muerte y su carácter triste. Si la música es la más abstracta de las artes y en muchos casos se puede invocar su ambigüedad, eso no es aplicable a los casos citados. Sin embargo, el efecto que producen entre el público no es de desesperación o tristeza, sino de satisfacción y placer. No se podría explicar en caso contrario el interés que despiertan entre el público.

¿Dónde está, pues, el secreto? Se han realizado estudios científicos y la clave parece encontrarse en la diferencia entre la «emoción percibida» y la «emoción sentida». El oyente percibe claramente el carácter triste de una obra, pero el sentimiento que le despierta es positivo. Se trata de un mecanismo psicológico parecido al que trata Aristóteles en su ‘Poética’ al explicar el efecto de la tragedia sobre los espectadores, que define como catarsis o purificación. Es una cuestión de distancia entre la literalidad trágica de lo que se representa en escena y la asimilación positiva o satisfactoria del público.

Volviendo a la música, cabría recordar que las grandes óperas serias son verdaderas tragedias. Pensemos, por ejemplo, en ‘Carmen’, ‘La traviata’, ‘Salomé’, ‘Elektra’, ‘La bohème’, ‘Lucia di Lammermoor’, ‘Il trovatore’, ‘Aida’, ‘Tristán e Isolda’, ‘El anillo del nibelungo’. Y todos ellos son títulos que despiertan pasiones entre los públicos. Efectivamente, la clave está en la distancia entre la percepción de aquello que vemos en el escenario y la emoción que nos produce. Distancia que en la ópera se ve subrayada por el hecho de que la Isolda que acabamos de ver morir de amor, la Carmen acuchillada por Don José o el Siegfried asesinado por el tenebroso Hagen aparecen después en el proscenio plenos de salud para recibir los aplausos. El público, lejos de salir del teatro llorando y abatido, suele ir sonriente a cenar y comentar la representación con los amigos. Ese es el encanto de la tragedia.

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