El malditismo suele gozar de buen cartel en el mundo del arte. Así pues, pintores atormentados, artistas aventureros o escultores que mueren en la pobreza suelen proyectar una aureola de perdedores que fascina a muchos aficionados y que les garantiza pasar a la posteridad entre la compasión y el elogio del público. Figuras como Vincent van Gogh (1853-1890), el loco de pelo rojo, con una biografía muy conflictiva que derivó en automutilaciones y en un probable suicidio, representarían la máxima expresión de un maldito con carisma. De hecho, la popularidad de estos artistas ha llevado sus vidas incluso hasta las pantallas del cine. Pero esta filosofía que sentencia que la genialidad debe ir acompañada del sufrimiento ha arraigado además en multitud de críticos y estudiosos que consideran la felicidad como un inconveniente para certificar la calidad de una obra. Nuestro paisano Joaquín Sorolla (València, 1863-Cercedilla, Madrid, 1923) sería un acertado ejemplo de un genio castigado, en cierto modo, por haber triunfado en vida y por haber llegado a ser rico y famoso. A veces da la impresión de que los eruditos toleran mal que pintores como Sorolla congreguen a auténticas multitudes en sus exposiciones. Tanto en vida como muchos años después de su fallecimiento. Su última exitosa muestra, que lleva por título ‘Femenino plural’, se puede contemplar hasta enero en el museo del pintor en Madrid, un palacete con jardín cerca de la Castellana, que su viuda donó al Estado a su muerte en 1931. Un gesto de generosidad que honra la memoria de Clotilde García del Castillo.

Ahora bien, no conviene olvidar que la riqueza y el prestigio que alcanzó Sorolla fueron fruto de una vida entregada al trabajo en un artista que llegó a dejar firmadas cerca de 2.000 obras. Observador como pocos de la luz y los paisajes, impresionista y posimpresionista, formado en España, Italia y Francia, burgués liberal vinculado a la Institución Libre de Enseñanza, amigo de otros intelectuales valencianos como Vicente Blasco Ibáñez o Mariano Benlliure, nunca dejó Sorolla de indagar, de investigar y de viajar. Por ello, no fue en absoluto un pintor acomodaticio y su paleta abarcó todas las clases sociales; retratos de los personajes más variados, desde el rey Alfonso XIII a las actrices Raquel Meller y Catalina Bárcenas o el escritor Benito Pérez Galdós; y paisajes de toda España en su agotadora y monumental serie para la Hispanic Society de Nueva York, un empeño que lo convertiría en multimillonario, pero le costaría la salud.

La muestra que se exhibe estos meses en Madrid y que viajará después a València, lastrada en parte por la pandemia, ofrece un nuevo testimonio de esa mirada abierta y siempre curiosa, ya que el maestro retrata a 36 mujeres, desde elegantes e indolentes burguesas hasta abnegadas bordadoras o campesinas. Casi un siglo después de su muerte se descubren así las infinitas facetas y la genialidad de un pintor que merece la gloria. A pesar de que fuera rico y famoso.