Escribo este artículo cuando ya he visto lo suficiente del teatrillo de Santiago Abascal, esa impostura pretenciosamente ridícula de presentarse como hombre de Estado. De esa pretensión, lo único que estaba a la altura de la ocasión era el traje recién estrenado. Eso da una idea de la ilusión que le hacía este momento. Ignoro si esa ilusión era compartida por muchos españoles, pero apuesto a que si alguno albergaba algo parecido a una expectativa, la habrá perdido tras el ritual pueblerino de Abascal y su gente. Por eso este miércoles ha sido un gran día para la democracia española.

Un teatrillo de feria que tenía como finalidad proclamar con altavoces el manual del trumpismo internacional, mezclado con un batiburrillo de reivindicaciones sacadas de aquí y de allá de algunos partidos y seleccionadas con una voluntad indiscriminada de oportunismo. El texto que leía Abascal era tan previsible, que Pedro Sánchez pudo no solo traer escrita la réplica, sino el tono efectivo para noquear al candidato. Eso en la primera ronda. En la segunda, Abascal tenía seca la boca y le hubiera gustado que la mascarilla se le convirtiera en burka para taparse la faz. 

Abascal, en su texto, se atuvo al método de los filósofos de moda, que por ahí se llama ‘signatura’. Consiste en usar cualquier difusa analogía entre cosas, al alcance de la mano de cualquier imaginación histérica, para llegar a la genial conclusión de su igualdad. Si un aeropuerto tiene una zona internacional como tierra de nadie, entonces es un Guantánamo; una sociedad llena de aeropuertos está llena de Guantánamos, luego ya vivimos de nuevo en los campos de concentración. Este nuevo método de las ciencias sociales y humanas, irresponsable como poco, sirve de base propagandística a esta forma de pensar la política que permite decir que este es un Gobierno de criminales, etarras e independentistas.

La mentalidad de esta forma de hacer política viene de lejos. Se trata de aquella que asegura que la posición extrema es la verdad. Esto servía cuando la clave de la decisión era entre la dictadura del proletariado, el nazismo o la democracia. Andarse ahí con matices resultaba obsceno. Pero cuando la posición extrema se confunde con la bobada del tuit más impactante, todo se reduce a un esperpento grotesco. Y eso ha significado la actuación de Abascal. Ha ofrecido una antología de los tuits de los propios ‘trolls’, que con la sincronía expositiva ha producido la impresión de una actitud paranoide, propia del doctor Mabuse, capaz de conectar los flujos malvados del poder siniestro del mundo. 

Desde Pekín hasta Caracas, pasando por los burócratas europeos de Bruselas, esa legión de confucionistas que pronto se quitarán la máscara para mostrar su verdadera faz amarilla, todo, según Abascal, está dominado por China, que gestiona la droga mundial y el crimen organizado. Por supuesto, Sánchez es una marioneta de estos poderes mundiales oscuros; por no hablar de Pablo Iglesias, que debe ser un demonio mayor en la jerarquía diabólica que nos oprime. Y Abascal, como un nuevo Superman, se nos propone para liberarnos de este tenebroso mundo.  

Esto sería un asunto de locos si no hubiera un proyecto político debajo de esta quincalla para aburridos. Ese proyecto está suficientemente apuntado por doquier, pero debemos identificarlo. Una vez dijo Walter Benjamin que «el Tercer Reich es un tren que no se pondrá en marcha hasta que no hayan subido todos a bordo». Lo que quiere hacer Abascal es algo que sólo lo sabremos de verdad cuando tenga el poder suficiente para hacerlo. Pero, de entrada, ya se nos anuncian dos medidas: ilegalizar a los partidos independentistas y a los que ellos llaman comunistas, y eliminar las comunidades autónomas y volver a las provincias. La aspiración es muy sencilla: eliminar políticamente a toda fuerza que tenga voluntad y fuerza de resistir a las tenebrosas élites que están detrás de Vox. Nada de fuerzas políticas que tengan tras sí millones de votantes, como los presidentes de Andalucía, Cataluña o la Comunitat Valenciana. Sólo las oligarquías ancestrales de las capitales de provincia, que siempre fueron obsequiosas a los deseos del Estado. Madrid, por su puesto, no perdería nada. Provincia en la que la oligarquía del Estado se confundiría con la élite provincial, sería ese microcosmos del macrocosmos de España, como proclama Isabel Díaz Ayuso. 

La operación de diseño tiene algo de utópico. En realidad, se trata de mantener la continuidad con la letra constitucional, adobarla con la grandeza de la tradición, pero depositar en ella la estructura política que preveía el franquismo para su metamorfosis democrática. Se trata de revertir la situación al día antes de legalizar el PCE, que abrió la puerta a todos los demás partidos y a la democracia general. Eso sí, se aspira a ganar votos aprovechando el hartazgo que produce en muchos ciudadanos la situación de bloqueo que estos mismos dirigentes producen, con sus mismas contradicciones y luchas internas. Lo único que esta operación tiene a su favor es la timidez de los fundamentos de la política del Gobierno y lo desgastado de una cotidianidad que ya no aprecia vida en las evidencias sobre las que se basa. 

Pero incluso para esas operaciones regresivas se requiere genio y altura. Si ha quedado algo claro en su segunda intervención es que Abascal es un talento vulgar y ramplón que carece de esa altura diabólica que el mistagogo debe poseer. Es un señorito que cuando tiene que abrir lo que lleva dentro, sin la impostura de la ceremonia, muestra ese grado ínfimo del espíritu que son los modos argumentales de la barra de un bar. Si algo ha quedado claro en la moción de censura, es que en lo dicho se acaba todo el discurso de Abascal. Aquellas dos medidas son lo único real de toda su propuesta. Abascal ha aparecido como lo que es, un prebendado de las élites más negras de España que solo puede hablar a los obsesos de sus ideas. 

Pero todavía ha sido peor su tercera intervención. Los aplausos en esta ocasión, que resolvió en los terrenos más insignificantes de una autobiografía como la propia, tenían ese aterciopelado sonido de la palmadita en la espalda de la despedida. Quien esté detrás de Vox sabe que Abascal ya es una figura del pasado. Que haya tenido que ocupar su tiempo imitando la película de Aaron Sorkin -‘El juicio de los siete de Chicago’- leyendo los nombres de los asesinados por ETA con triviales comentarios, ha sido el recurso de urgencia para escapar a una impotencia presentida y hoy ya universalmente reconocida.