La expresión «son tiempos de cambio» quiere decir que algunos vamos a tener que cambiar, a pesar de vivir despreocupadamente en la balsa de seguridad que nos hayamos construido para el diluvio. Las actividades que entraron nuevamente en picado tras las primeras restricciones fueron las relativas a las ideas, a la comunicación de las emociones y, en general a las que da una visión del mundo sin filtros: las conocidas, genéricamente, como cultura.

He usado en varias ocasiones la figura retórica de la atenuación para explicar qué es la cultura: no son las tradiciones; no es la costumbre de zamparse un heterogéneo bocadillo gigante entre la hora del desayuno y la de la comida; no es el ocio ni tampoco pasar el día en el bar filosofando en compañía de poetas que empinan el codo.

Espero que me perdonen si a la docena de definiciones que han dado los sociólogos añado otra más: la cultura es la respuesta cambiante, más o menos coherente, de una colectividad frente a sus condiciones de existencia.

A veces puede ser un barniz como ese spray carísimo que usan los grafiteros de buena familia para mejorar el paisaje urbano de todos sin necesidad del conocimiento de las humanidades greco-latinas. Se le puede dar a estos actos contra natura el comino de su verdad y el beneficio de una pirueta espiritual, pero hablemos seriamente.

De manera abstracta, la cultura es un arte de vivir, de trabajar, de regocijarse de la existencia. Podrían entrar en este concepto cuestiones tan aparentemente modestas como cocinar y hacerse la cama, ritos individuales y colectivos, pero no entrarían entre las obras derivadas de las artes, las filosofías, las morales, los derechos o los conocimientos científicos. Hacerse la cama puede ser una cuestión estética, una técnica, un derecho moral, una filosofía de vida, pero no crea nada específico.

La afirmación tan demagógica como generosa, de que toda cultura vale, es un absurdo conocido por Aristóteles como «accidente inverso», una generalización apresurada. Una respuesta cultural no siempre alcanza su objetivo, a veces también lo bloquea. Digamos que todas las culturas intentan ser coherentes y eficaces, sin llegar a serlo completamente ni definitivamente. Tienen éxito o fracasan porque todo lo natural y lo humano es cambiante e imprevisible.

Afortunadamente no existe una cultura pura. Todas se enriquecen de adquisiciones valiosas sacadas a los vecinos. Es un traje de Arlequín que saca sus retales de donde los necesita, antes de fosilizarse, de convertirse en folklore o en curiosidad histórica.

La ausencia del muy querido Rafael Pla Albiach, el renovador junto a su hermano del circo familiar valenciano Gran Fele, aumenta desde su grandeza las carencias de un tejido cultural encaminado a satisfacer los nuevos deseos de un consumo que si se detiene en sus contenidos es solo en apariencia. Carlos Pérez García, admirador de lo complejamente sencillo, del humor y del circo -valgan las redundancias- decía que València era la capital de la Tierra de la Modernidad Imposible. Cabeza privilegiada. Se puede hacer un nuevo circo sin caballos prohibidos por las normativas, mientras nuestra policía local circula sobre ellos en las calles ante la admiración de los niños, pero no se puede hacer un circo, donde caben todos los géneros, sin el respeto a un arte que fue admiración de Ramón Gómez de la Serna a Federico Fellini, Wim Wenders o Chaplin. Tenemos un museo de soldados de plomo, pero no tenemos un museo del circo en una comunidad que ha sido hipotálamo nacional de las endorfinas circenses. La competencia con los circos de la comunicación, el económico y el político que nos rodea es desleal. Triunfan sin magia ni números exóticos, con redes de espuma que acogen a los que caen, con payasos que ignoran que lo son, con malabaristas del IVA de los números, constituido por familias endogámicas cuyos carromatos son chalets alejados de la vida común.

Carentes de glándula pituitaria, desconocen a menudo lo que da sentido al humor y a la vida del artista: la tragedia. Aunque no es absolutamente necesario abocarnos a ella por incuria. Preferimos una mezcla de Dionisos con Kant agitada con unos cubitos de hielo. Dicen que un fiscal pidió la pena de muerte para Pompoff y su compañía, acusados de haber creado un refugio durante la guerra en su casita del Puente de Vallecas. El capitán que les admiraba y que salió en su defensa para salvarlos merecería que su nombre figurara en el frontispicio de universidades, teatros y cortes de justicia. Pero la historia también tiene sus lagunas de Nunca Jamás y por ahora permanecerá en las profundidades de los misterios psicológicos y sentimentales, sin que nadie lo rescate.