Ya no puede ocultarse por más tiempo. La ruptura del principio de acuerdo sobre la renovación del poder judicial, la fijación provocadora de la agenda en la toma de despachos de los nuevos jueces en Barcelona, en coincidencia con el aniversario del uno de octubre y con la sentencia de Torra; la venenosa filtración de Lesmes del mensaje del rey, la estúpida reacción del ministro Garzón a la trampa, el imprudente cierre de filas alrededor del rey, todo ello ha culminado en el acto del miércoles por el que un juez aprovecha que el presidente Sánchez está en su momento de gloria, presentando el plan modernizador de la economía española con fondos europeos, para publicar su solicitud al Tribunal Supremo de imputar al vicepresidente Iglesias. Nunca se vio más alineados a miembros del poder judicial en la batalla política.

Mientras en España se da esta guerrilla institucional, que consume toda la energía pública en una fronda infame que dirige sus hostilidades contra el Gobierno desde el centro de operaciones del poder judicial, Europa va dando pasos, poco a poco, para armarse como gran espacio político con una coherencia cada vez mayor, una vez asumidos los dos elementos centrales de la soberanía, el monetario y el embrión de un fisco común. Así, hace unos días conocimos una declaración que, sin duda impulsada por la política de gran potencia de Turquía, impone la agenda de constituir Europa alrededor de una dirección de política internacional coherente. Esta asimetría entre el proceso de Europa y nuestro espacio político en guerra, es trágica para España. Revela el estrecho margen evolutivo de nuestra democracia y nos hunde como país solvente, generando incertidumbre y dificultando todavía más las oportunidades que tenemos para aprovechar las ventajas de los programas de modernización de la Unión.

Sin embargo, participar en el diseño de las políticas que se están forjando en Europa debería ser objetivo central de nuestro sistema político, si no queremos quedarnos atrás como pueblo respecto de las realidades que aflorarán tras la pesadilla de esta pandemia. Alemania ya lo está debatiendo, con motivo de los treinta años de la nueva República Federal, y ahí está la polémica que ha desatado el último escrito de Habermas sobre Alemania y Europa. La misma Italia da señales de querer recomponer la solidez de sus actores políticos, completamente amenazada tras el peligroso ciclón de Berlusconi, continuado y radicalizado por Salvini, que dejaron la Constitución italiana desmantelada. Francia siempre tendrá el resorte de su poder presidencial para intervenir en cualquier momento de gran política. Incluso Grecia se recompone con una feliz sentencia que declara a un partido político neonazi como organización criminal, no solo por sus ideas, sino por las prácticas mafiosas con las que operaba. Una Suiza fuera de la Unión, pero muy atenta a todo lo que pasa en ella, también debate sobre el futuro de las sociedades europeas en una serie de artículos en el ‘Neue Zurcher Zeitung’, uno de los grandes diarios en lengua alemana. No hay sociedad bien constituida en la que no afloren estas energías reflexivas.

Frente a ellas, están aquellas otras sociedades que, fracturadas desde los veneros mismos de la vida colectiva, violentamente agitadas por consignas sobre las que no puede edificarse vida inteligente alguna, quedan presas de la agenda de la tensión y del conflicto. Todas ellas, desde Estados Unidos a España, pasando por Brasil y el Reino Unido, están conociendo una erosión de la dignidad institucional como no se recuerda. Hace tiempo que se viene avisando de que esa agenda estaba especialmente activa en España, y ahora estamos viendo los resultados. Un caos institucional que, aunque se niega con la más extrema desfachatez, nos ha desvelado una amarga realidad que dista mucho de aquellas excelencias que se esgrimieron cuando se trataba de desprestigiar como infames aguafiestas a los escasos portadores de nuestra conciencia crítica. Por supuesto, todas aquellas voces que desearon convencernos de que éramos el mismo glorioso país, capaz de declarar de nuevo su eterna hostilidad a la Europa enemiga, han enmudecido. Sin embargo, sus referentes políticos no evitan la desvergüenza de sugerir que el estado lamentable y depresivo de nuestra sociedad se debe, no a su mala gestión y a su incompetencia, sino al hostigamiento del Gobierno central.

Obediente a una Internacional del conflicto, desde luego, pero no por capricho, nuestras fuerzas inmovilistas se empeñan en una batalla por mantener un diseño del Estado que ya no da más de sí. Ese argumento no hace mella en su actitud porque no tiene un escenario B para poder seguir siendo una fuerza importante en el devenir histórico del pueblo español. De ahí su raída fiereza en esta hora. Eso explica que, en este escenario, se llegue a la parálisis de la agenda política española, enredada en los campos de minas del control de un aparato judicial que se ha tornado en árbitro último de nuestra democracia, como si aún fuéramos un país del siglo XIX. Ese hecho denuncia por sí mismo la condición de algunos actores políticos instalados en fortines de resistencia que no pueden reconciliarse con decisiones democráticas libres y que necesitan jueces amigos para encarar la historia de su pasado. Todo parece indicar que para el inmovilismo español es más urgente preservar el control férreo de ese poder judicial, que preparar el futuro de su pueblo. La consigna en este sentido parece ser impedir por todos los medios que se produzca una renovación del poder judicial con Podemos en el Gobierno.

Eso dicen. La necesidad de tanta gente notable de declarar a Podemos como una fuerza ilegítima en las instituciones suena tanto más descarada por cuanto que esos mismos se pasaron media década acusando a Podemos de ser un partido anti-institucional. Cuando, por una conjunción de motivos en su mayor parte no precisamente gloriosos, Podemos se ha convertido en una fuerza política plenamente integrada en el sistema, entonces se le niega su derecho a participar en las grandes decisiones del Estado, como si sus votantes no fueran ciudadanos de pleno derecho. Todo demuestra que no es Iglesias el objetivo, sino Sánchez, el hombre en quien no confía el Estado. Ninguno de los genios que nos rigen desde La Toja repara en que todos aquellos en los que una vez confiaron no lograron la confianza masiva del electorado. Esto da una idea de la posición de las fuerzas inmovilistas españolas y del criterio de sus prioridades. En realidad, no pueden moverse un centímetro sin que su chiringuito se derrumbe por entero, lo que explica por qué se unen a la estrategia más dura de la Internacional del conflicto.