Lo cuentan los cronistas de entonces. En una ocasión, el por aquel tiempo Príncipe de España don Juan Carlos, manifestó moverse bien entre el fuego cruzado de las familias políticas que rodeaban la corte del Pardo, todas aquellas gentes a las que el Caudillo repartía juego y prebendas. Franco, que lo observaba todo, se lo celebró y don Juan Carlos parece que le contestó: «Aprendo de sus gallegadas». A la luz de los hechos, tenemos la convicción de que había aprendido algo más que hacerse el gallego. Cuando don Juan Carlos fue elevado a príncipe resulta imposible imaginar que no supiera lo que todos los españoles sabían. Alrededor de Franco, y con su aquiescencia, toda aquella corte era una ingente oportunidad de hacer dinero. Desde su esposa hasta su yerno, el marqués de Villaverde, todos se enriquecían, de una manera u otra. Eso también parece que lo aprendió Juan Carlos, y ahora lo sabemos. Lo que no conocemos es hasta qué punto y cómo lo hizo. En todo caso, nada es trivial en la historia. Desgraciadamente, no se hereda el poder de una dictadura corrupta sin heredar también alguna cosa más.

Los hábitos y las prácticas reales, la constitución política existencial, traspasan las constituciones de papel y continúan organizando el suelo sustantivo de la vida de los pueblos. Una mala comprensión de la inviolabilidad de la Jefatura del Estado que define nuestra constitución del 78, favorecida por la obsequiosidad reverencial de todos los dirigentes políticos de la democracia, sin excepción, permitió la situación que, al día de hoy, genera estupor en la ciudadanía sobre las presuntas actividades económicas y fiscales del anterior rey, don Juan Carlos. Luego supimos que aquella obsequiosidad de los dirigentes políticos de nuestra democracia también daba licencia a las fechorías de sus propios partidos. Allí todos se comportaron como en la escena del Lazarillo: el mozalbete no protestaba de que el ciego tomara las uvas de dos en dos, porque él ya se las comía de tres en tres. Esto llegó a ser una evidencia política para la ciudadanía atenta.

En todo caso, el artículo 56.3 del Título Segundo referido a la Corona, deja claro que el portador de la inviolabilidad es la persona del Jefe del Estado. Como explica inmediatamente, ser inviolable significa que no está sujeto a responsabilidad. Lo que esto quiere decir lo explica, a su vez, el artículo 64. Sus actos como Jefe del Estado los refrenda el Gobierno y la responsabilidad recae sobre su Presidente. Por eso, el artículo 64.2 dice: «De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden». Todo esto nos permite aclarar las cosas: la inviolabilidad del rey concierne a los actos de Estado, pero él es inviolable sólo porque, para esos mismos actos, otros cargan con la responsabilidad. Ninguna actuación es impune. Jamás. Ninguna deja de pertenecer a alguien. Si uno es inviolable, alguien debe no serlo. Unos u otros han de cargar con la acción.

Desde Kantorowitz sabemos que existe un doble cuerpo del rey. Uno, el cuerpo que en él representa al Estado, esa realidad mística, invisible, dotada de un conatus de perseverancia hasta el límite de la eternidad; otro, el cuerpo mortal y natural, ese que se rompe la cadera y envejece. Enriquecerse es un acto propio del cuerpo mortal. En una operación económica, sea legal o ilegal, no hay actos de Estado, ni responsabilidad del presidente de Gobierno. En esa dimensión, el rey no es inviolable. Sencillamente, sus actos no los refrenda nadie. Los hace él o sus representantes, hombres de paja, ayudantes, amigas. Incluso suponiendo que la persona mortal del Jefe del Estado fuera inviolable en los actos privados ajenos al Estado (lo que es completamente absurdo), resultaría innegable que todas esas personas que ayudan y colaboran necesariamente con lo que haga su cuerpo mortal no serían inviolables. Pueden ser investigadas y castigadas sin piedad. Por lo demás, el dinero no corresponde al cuerpo inmortal del Jefe del Estado, salvo que pase al fisco o al patrimonio público del Estado. Por tanto, en todo caso, esa actividad es rastreable, investigable y sometida a las normas legales de la justicia.

Esta comprensión de las cosas tendría que haberse impuesto desde el principio en nuestra democracia, pero no fue así. Por supuesto, a nadie se le hubiera ocurrido investigar a Franco, elevado por sí mismo al estatuto de responsable ante Dios y ante la Historia. El rey heredó la costumbre. Pero carece de todo sentido que la mencionada interpretación se siga manteniendo. El rey es investigable y debe asumir responsabilidades personales en todos los asuntos que no sean de Estado. Cualquier otra interpretación de las cosas se acerca a la impunidad, una condición que sigue siendo ajena a cualquier sentido de la justicia y de la igualdad ante la ley propia de una democracia. Pensar, como dice la señora Gamarra, que investigar a don Juan Carlos pueda llevar a una campaña de erosión de la institución, pasa por alto la evidente realidad de que mantener esa forma impune de actuar es justamente lo que hunde a la monarquía. Una vez más: que el cuerpo mortal del rey sea investigable es la única manera de que el ocupante temporal de la corona no mancille la realidad suprema del Estado que representa.

Ahora que don Juan Carlos de Borbón ya no pertenece a la Casa Real debe investigarse hasta el final su actuación privada. Un pueblo sufriente como nunca antes desde 1936, se merece esta investigación. Por su dignidad. Sin embargo, es ingenuo pensar que el resultado de esa investigación, con luz y taquígrafos, afectará solo a la persona mortal de don Juan Carlos. Sobre este hecho debería de haber reflexionado con responsabilidad el anterior Jefe del Estado. Pues su conducta, adecuadamente documentada, afectará inevitablemente al sentido y a la comprensión de la monarquía que él recibió de Franco.

Por mi parte, tengo una buena opinión de la persona mortal de don Felipe. Creo que es un hombre íntegro y lleno de buenas intenciones. Pero aquí ya no hay nada personal. La monarquía española fue humillada por el Caudillo, como sabe cualquiera que tenga convicciones monárquicas y sepa algo de nuestra historia. Esa herencia de la Dictadura se impuso a don Juan Carlos, y queremos saber si también sus malas prácticas y su nefasto sentido del poder. En la presente circunstancia no se puede agravar nuestra crisis con una dimensión institucional de profundo calado. Pero la monarquía española tiene el reto de reposar sobre un acto democrático explícito que le permita romper con cualquier herencia ambigua. Esa es la única legitimidad posible, si quiere tener futuro. Ese referéndum nos lo debe don Felipe. Nos lo debemos todos.