AFred MacMurray, protagonista de ‘Perdición’, el asesinato le olía a madreselva. Quizá a Salva, sentado en un rincón de la sala de juicios, de vez en cuando le surja de algún lugar entre la amígdala, el bulbo olfativo y el hipocampo el olor a combustible, polvo y humedad de un garaje cerrado. Y quizá eche la vista al lado opuesto del banquillo de los acusados y recuerde algún detalle de Maje tan perturbador como la pulsera que Barbara Stanwyck llevaba a la altura del tobillo, o mire al público en busca de un buen amigo como Edward G. Robinson, de esos que te encienden el cigarro cuando estás a punto de palmarla. A Salva le veo bastantes cosas de aquel agente de seguros que asesina al marido de su amante para cobrar la doble indemnización. Uno se lo imagina ansioso por encontrarse furtivamente con Maje en el pasillo del hospital igual que el bobo de Fred buscaba a Barbara entre las estanterías repletas de potitos del supermercado para decirle que no se preocupase, que estaba todo perfectamente planeado y que nada iba a fallar.

Salva podría ser Fred pero Maje, con su chupa de cuero, sus mechas californianas y su mascarilla de usar y tirar, no es la perversa Barbara Stanwyck de ‘Perdición’, ni la fría Gene Tirney de ‘Laura’, ni la felina Ava Gardner de ‘Forajidos’, ni la retorcida Rita Hayworth de ‘La Dama de Shanghai’. No es ni siquiera la turbia Lana Turner de ‘El cartero siempre llama dos veces’ ni la insaciable Peggy Cummings de ‘El demonio de las armas’. Más allá de los clichés y del aciago destino que deparaba a su condición fatal, estas eran mujeres que en sus películas le ganaban el espacio y el protagonismo al hombre, vencedoras morales en una guerra de sexos que tenían perdida desde el principio, personajes desobedientes que se negaban a ser meros objetos decorativos. Son símbolos que forman parte de nuestra cultura y de nuestra memoria, pero no son de verdad.

Maje es una mujer real pero no es una mujer fatal. No seré yo quien analice ni le quiera encontrar un sentido a lo que (presuntamente) hizo, pero no parece que en el asesinato de su marido podamos encontrar nada heroico ni revolucionario. Todo en la historia que tan bien están contando por aquí los compañeros Teresa Domínguez, Ignacio Cabanes y Marina Falcó tiene un punto cutre que recuerda más a uno de esos telefilmes alemanes que te echan en la sobremesa que a una película de Billy Wilder. En el mundo real nadie ni nada es perfecto.