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Tres generaciones ante el virus

CV Semanal

El futuro siempre es el horizonte que engulle la carretera camino a algún lugar. Cuando en marzo un virus paró las pulsaciones frenéticas de la rutina, el futuro parecía circunscribirse a un «cuando todo acabe» sin fecha ni ruta fijada. Se habló de nueva normalidad sin saber si lo nuevo es algo habitual o si lo común deja de serlo en cuanto llega la novedad. Ahora, más de medio año después, Amparo González se pregunta: «¿Qué es el futuro? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Dos? ¿Cinco?» Y la duda, formulada con desafío juvenil, se cuela en la conversación entre tres generaciones en la que preocupaciones, dudas e incertidumbres forman parte de un baile en el que el pasado continuo pisa los pies al futuro que ha de venir.

Un «¿cómo estáis?» es la música que se despliega desde el ayer hasta la idea del mañana. «Me siento como en una enfermedad de larga duración, que al principio estás hecho polvo y al final te resignas, tienes que salir e intentar hacer vida», dice Juan Mompó como resumen de una «nueva normalidad a la que al final te acostumbras». Sopla 52 velas, cuenta con un hijo en la adolescencia, es autónomo y, por ende, «valiente». Tiene una imprenta, El Monográfico, y en sus entrañas, en la trastienda en la que el sonido de las planchas marca el ritmo diario, charla con Emilio Peña, de 67 años y jubilado, «expulsado del mundo laboral con 60 años», sobre cómo arreglar una radio antigua hasta que a los 10 minutos llegan los 25 años que Amparo González sujeta entre estudios y becas para trabajar porque hasta el empleo se ha convertido en una ayuda. Los tres transitan prácticamente las mismas calles del barrio de Tres Forques en València a diario con la vista cambiada, esas gafas que se llaman generación con una graduación de más o menos años, que marca gustos, decisiones y circunstancias.

«Yo soy optimista, estoy muy bien, pero veo a gente con miedo, a mis hermanos les he dicho de ir a verlos y me han dicho que no vaya», dice Emilio. Amparo, sin embargo, no muestra la misma carga positiva: «Tengo mucha incertidumbre, no sé cómo estoy ahora mismo. Por una parte, esperanzada, porque por lo menos parece que en la C. Valenciana vamos mejor, pero estoy agobiada, resignada, porque todas nuestras vidas y nuestro ocio dependen de una vacuna». De quien se espera más ilusión por el futuro, los jóvenes, es quien lo mira con mayor temor. O, al menos, perplejidad. «No vemos una fecha clara para que se acabe y eso me crea malestar», añade Amparo. El cabreo es, también, un nuevo síntoma entre la población. «Ves a alguien sin mascarilla y te sale el ultra que llevas dentro y vives enfadado por esas cosas», admite Juan.

La relación con los demás es otro añadido que influye en el ánimo. Emilio cuenta que no se han podido juntar todos en la familia o con los amigos. Amparo lamenta no haber podido darle un beso a su abuelo desde marzo, «se nota que lo pasan mal, que echan de menos el contacto». También todos los cumpleaños que antes celebraban prácticamente sábado sí, sábado también se acabaron o quedan restringidos a una minoría recomendada por seguridad. «Parece que haya amigos de primera y de segunda, con los que puedes quedar y con los que no para no romper la burbuja», señala la joven. Juan habla de los meses que sus padres o su suegra no han podido ver a su nieto ni abrazarlos, ni besarlos en una relación influida por el miedo al contagio. «Para nosotros es difícil porque somos muy de tocar, de besar, de estar juntos y esto es complicado», admite.

Las gafas generacionales topan con la visión económica. Entre los tres el espectro varía de la relativa tranquilidad, el deseo de volver a la anterior normalidad y la necesidad de que haya una evolución para poder crecer. «Mi mujer y yo tenemos cada uno nuestra pensión y con eso nos da para vivir», señala Emilio tras toda una vida trabajando en el Departamento de Ingeniería de la extinta Radiotelevisió Valenciana, «no sé si podría darse el caso de que la crisis fuera tan gorda que nos dejasen de pagar las pensiones, pero es complicado». Su preocupación son su hija y sus sobrinos, «pensar cuál será su futuro, si tendrán trabajo...», una angustia que le conecta con una generación como la de Juan Mompó, quien se encomienda al refranero para explicar su situación: «Virgencita, que me quede como estoy».

«Los tres meses de pandemia han sido de cero ingresos, no he abierto porque lo único que llegaba eran proveedores que vendían mascarillas, geles, pantallas... Ahora la cosa se ha normalizado un poco, pero me río de la recuperación en U», señala el dueño de El Monográfico quien asegura que antes (ese adverbio temporal que habla de otro tiempo en el que covid-19 era un desconocido) «mi faena ya dependía de picos, momentos en que tienes más trabajo y que sabes cuándo los tienes, pero ahora... ahora no, no hay una fecha clara de normalidad, no sé si voy a volver a facturar lo que facturaba, es una incertidumbre total». Sus tintas, además, son un termómetro sobre la frente de otros comercios vecinos. «Hago mucha cartelería para eventos, asociacionismo, federaciones, restaurantes... y muchas cosas de esas son presenciales y están fatal». Pone de ejemplo el bar que ve todos los días de camino a casa. «Hace un par de semanas tuvieron que cerrar 15 días porque un empleado dio positivo por covid, el dueño me ha dicho que otra más así y busca a quién traspasarle el local», indica Mompó.

A su lado, Amparo ve cómo lo de irse de casa sigue siendo un plan de ese futuro que no sabe cuándo vendrá. «Mi pareja y yo teníamos pensado irnos a vivir los dos, el problema es que si no tienes dos contratos estables no te dan una hipoteca, él ahora mismo está sin trabajo y yo en el momento encontrar trabajo cuando se acabe la beca lo veo complicado». A sus 25 años es psicóloga, cursa un máster habilitante que roba prácticamente todos los ingresos que le llegan de una beca de trabajo que tiene su próxima renovación en diciembre. Sin embargo, «el dinero ha ido a otras cosas, seguramente más importantes, es difícil que me renueven». Sus posibilidades de trabajo pasan por reivindicar más personal para atender la salud mental en la sanidad pública, formarse y esperar a que el mercado laboral tienda una mano con la que comenzar a caminar.

«El problema es que muchos empleos para los jóvenes son de baja cualificación, con contratos cortos, y así es imposible tener independencia económica». Y pensando en voz alta sentencia: «Es como si el futuro se hubiera frenado y todo costara mucho más, no de dinero, sino de tiempo y esfuerzo». Miradas que asienten y la conversación continúa por la dificultad de las clases semipresenciales con horario alterno, por la docencia online, por una València sin fallas, por los viajes que se han quedado sin hacer, por cómo será la vida cuando el invierno obligue a que las reuniones no sean al aire libre o por las cuarentenas puntuales por síntomas de contactos estrechos, temas que refuerzan que todo cuesta más, y no precisamente dinero, y que el futuro avanza a un ritmo distinto al del calendario.

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